¿Tienes curiosidad por saber quién nombró cosas cotidianas que damos por sentadas, como los átomos y la electricidad? Desde figuras de la cultura pop como Marie Curie hasta gurús de la ciencia como Michael Faraday, muchos objetos fundamentales de nuestro entorno han recibido el nombre de científicos que fueron pioneros en sus campos.

En esta publicación de blog, exploraremos ¿Quién le puso el nombre a las cosas?. Veremos cómo las partículas identificadas por primera vez por mentes brillantes son esencialmente los componentes básicos de los fenómenos eléctricos actuales. Esta inmersión en la historia seguramente despertará su interés.
¿Quien le puso el nombre a las cosas?
El ser humano posee la capacidad de generar lenguaje, sin embargo, no nace con el conocimiento del lenguaje adquirido. Todo individuo debe internalizar el mundo a través del lenguaje.
Los primeros seres humanos se vieron obligados a desarrollar el lenguaje, aprenderlo y utilizarlo simultáneamente. Inicialmente, lo codificaron fonéticamente y posteriormente lo almacenaron de manera gráfica en pinturas, kanjis, letras y nombres.
Esto permitió que las nuevas generaciones aprendieran el lenguaje transmitido generacionalmente por sus antecesores, quienes dieron nombre a las cosas.
¿Cómo surgieron los nombres de las cosas?
Desde una perspectiva gramatical, más precisamente morfosintáctica, los nombres son denominados sustantivos. Desde un punto de vista léxico, los nombres se clasifican como lexías, unidades fraseológicas o títulos.
Por otro lado, en la semántica, disciplina que se centra únicamente en su significado, se analiza cómo se dividen y agrupan los nombres en campos semánticos estructurados por relaciones de sinonimia, antonimia, hiperonimia, hiponimia, holonimia y meronimia, o porque comparten algún sema.
En cuanto a la semiótica, la ciencia que estudia los signos, los nombres se dividen en tres elementos constituyentes según el Triángulo de Ogden y Richards: significado, significante y referente.
Los nombres pueden ser comunes o propios. En el caso de los nombres comunes, señalan objetos abundantes, similares e idénticos, como por ejemplo “hombre”.
Por otro lado, los nombres propios, al menos en intención, señalan personas, animales u objetos únicos e individualizados, o aquellos que se desea que lo sean, como por ejemplo “Sócrates”.
En este tipo de nombres, desde un punto de vista pragmático, el elemento del Triángulo de Ogden y Richards conocido como significado se reduce a ser solamente un segmento en el cual se unen y se oponen el significante y el referente.
Los nombres pueden ser transmitidos por tradición o ser creados para describir una nueva realidad, también conocidos como neologismos.
En este último caso, suelen generarse y elegirse según los criterios preferentes de brevedad y extrañeza, con el fin de que la identificación de la persona, cosa o concepto sea fácil, rápida y clara.
Sin embargo, en ocasiones esto no es posible, por lo que se recurre a procedimientos de abreviatura como el clipping, el acortamiento, la sigla o el acrónimo, o se utiliza una palabra extranjera más o menos adaptada, conocida como préstamo léxico.
La onomástica se encarga de investigar los nombres propios, sus significados y su origen histórico. Por su parte, la etimología se ocupa del origen y la causa de cualquier nombre.
Una disciplina más general, la simbología, junto con sus disciplinas asociadas, la iconología y la iconografía, estudian las denominaciones no verbales, especialmente las de tipo artístico.
¿Por qué todas las cosas tienen nombre?
Durante el taller, los participantes adquieren una comprensión del origen de las palabras y su importancia en la comunicación.
También reconocen que dar nombre a las cosas sirve para instruir y distinguir la realidad, y que estos nombres pueden variar según el contexto en el que nos encontremos.
¿Quién le dio el nombre a la luna?
Cuando Galileo dirigió su telescopio recién inventado hacia la Luna, quedó sorprendido al descubrir una superficie mucho más compleja de lo que jamás había imaginado.
Tanto él como sus contemporáneos comenzaron a hablar de mares, montañas y valles en la Luna. Sin embargo, no fue hasta 1647, cuando Hevelius decidió asignar nombres propios a los accidentes lunares, que comenzó el caos.
Y ese caos duró mucho tiempo. Así, cuando Mary Adela Blagg asistió por casualidad a su primer curso de astronomía, se encontró con una enorme y absurda confusión.
Inmediatamente, Blagg se interesó en desarrollar un sistema uniforme para designar los accidentes geográficos en la Luna. Hasta ese momento, los atlas y mapas lunares más importantes utilizaban una nomenclatura “particular”, personal e intransferible.
No solo había diferentes tradiciones en la designación de la geografía lunar, sino que los autores se reservaban ciertos márgenes para la creatividad.
Todo el mundo era consciente de que esto era un problema, pero nadie quería enfrentarlo.
Lograr una nomenclatura unificada implicaba revisar todos los mapas y artículos publicados hasta ese momento y recopilar los nombres de cada accidente geográfico. Era un trabajo tremendamente aburrido, minucioso y casi burocrático. Sin embargo, Blagg decidió embarcarse en esta tarea.
En 1905, la Asociación Internacional de Academias la seleccionó a ella y a S. A. Saunder para elaborar una lista exhaustiva de todos los elementos lunares.
Les llevó ocho años completarla, y en dicha lista se recogieron todas las discrepancias que debían resolverse (pero también se establecieron la mayoría de los topónimos). En cierto sentido, ella decidió qué nombres eran los adecuados para cada accidente.
En 1920, se unió a la Comisión Lunar de la Unión Astronómica Internacional para seguir trabajando en la estandarización de los mapas lunares.
Junto con Karl Müller, publicó “Named Lunar Formations” en 1935, que se convirtió en el manual de referencia en el tema durante décadas.
Conclusión:
En conclusión, la cuestión de quién nombró las cosas puede parecer simple, pero en realidad es un tema complejo y matizado. A lo largo de la historia, diferentes culturas e individuos han tenido sus propias formas únicas de nombrar las cosas, a menudo basadas en su idioma, creencias y experiencias.
Desde los antiguos griegos hasta los científicos modernos, el acto de nombrar cosas ha desempeñado un papel crucial en la forma en que entendemos e interactuamos con el mundo que nos rodea.
En última instancia, la cuestión de quién nombró las cosas no se trata solo de los orígenes de las palabras, sino de cómo damos sentido a nuestro lugar en el universo. Si deseas más información visita el sitio web Elpoderestuyo.mx.